Avatar: Fuego y ceniza
- Young Critic

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Una saga visualmente deslumbrante a la que se le apaga el fuego

James Cameron ha dedicado ya cerca de dos décadas a su saga Avatar, que ha revolucionado el cine de gran espectáculo: la primera Avatar (2009) gracias a sus efectos visuales revolucionarios y al uso del 3D, y la segunda, Avatar: El sentido del agua (2022), por su trabajo pionero con unos efectos acuáticos notoriamente complejos. Ambas películas fueron éxitos tan descomunales que hoy ocupan el primer y el tercer puesto entre las más taquilleras de todos los tiempos. Cameron ha prometido desde hace años un total de cinco entregas de Avatar, pero con esta tercera —recién estrenada— empieza a percibirse una cierta fatiga, tanto en el director como en su prolongada estancia en el planeta Pandora.
Avatar: Fuego y ceniza (2025) arranca apenas unas semanas después del final de El sentido del agua, con Jake Sully (Sam Worthington) y su familia na’vi ya integrados en un clan acuático tras haber repelido con éxito los ataques de unos depredadores humanos sin escrúpulos. Cuando los humanos, liderados una vez más por el vengativo coronel Quaritch (Stephen Lang), intentan capturar a Sully y aplastar cualquier atisbo de resistencia, se alían con un clan na’vi igualmente sanguinario: el Pueblo de las Cenizas, encabezado por Varang (Oona Chaplin), que rinde culto al fuego y a la destrucción.
Si el argumento suena endeble, lo es. Aunque El sentido del agua resultaba deslumbrante al mostrar la siguiente generación de efectos visuales, su historia no dejaba de ser una reconfiguración de la primera película. Cameron nunca ha destacado por la originalidad narrativa, recurriendo a menudo a clichés y estructuras derivativas, pero tradicionalmente ha compensado esa carencia con un estilo visual exuberante y envolvente que hacía imposible apartar la mirada de la pantalla. Fuego y ceniza sigue impresionando por su escala visual, al combinar Cameron las lecciones aprendidas en los entornos de aire y agua de las dos primeras entregas para crear nuevas imágenes de gran impacto. Sin embargo, el guion es aquí el más débil de la saga hasta la fecha, más deslavazado que en cualquiera de las películas anteriores.
Fuego y ceniza parece no tener claro cómo contar su historia. Muchos esperaban que Cameron explorase una nueva faceta de la cultura na’vi con la misma curiosidad dedicada a los clanes del aire y del agua, pero la cultura del fuego no recibe ni la profundidad ni la atención de sus predecesoras. En su lugar, el Pueblo de las Cenizas queda relegado a un mero recurso narrativo, reducido a caricaturas de antagonistas violentos. Como consecuencia, la película tiene dificultades para articular un eje temático claro y queda condenada a deambular en círculos literales. Los personajes son capturados, escapan, vuelven a ser capturados y vuelven a escapar, sin consecuencias ni avance dramático significativo. Esta estructura repetitiva parece menos una decisión consciente de ritmo que un intento poco disimulado de rellenar un metraje desmesurado de tres horas y diecisiete minutos.
La falta de un foco temático también se extiende a los personajes. La Avatar original contaba con un reparto atractivo y arcos narrativos bien definidos, aunque claramente inspirados en Pocahontas y Tarzán. El sentido del agua amplió el universo al introducir a los hijos de Sully, aportando una interesante dimensión de relato de iniciación. En Fuego y ceniza, sin embargo, Cameron y sus coguionistas parecen no saber cómo continuar desarrollando a estos personajes. Algunos desaparecen por completo, mientras que otros solo experimentan movimientos dictados por la trama, sin una evolución interior significativa.
Como resultado, pese a su grandiosidad, Fuego y ceniza aporta poco de verdadero peso. Con escasas novedades visuales, una narrativa hueca y reiterativa y un abandono del trabajo de personajes, la película deja su mundo y a sus protagonistas prácticamente en el mismo punto en el que terminó El sentido del agua. Lo más desalentador es la sensación de agotamiento que impregna todo el proyecto. Cameron parecía haber sacado adelante las dos primeras entregas gracias a una energía arrolladora y a su fe absoluta en este universo. Aquí, ese impulso se ha debilitado. Se regresa a personajes y situaciones conocidas, se descuidan nuevas culturas y la historia avanza sin inercia, una languidez que acaba trasladándose a las interpretaciones.
Worthington, pese al fuerte impulso que recibió a mediados de los años 2000, nunca llegó a consolidarse como gran estrella de Hollywood, en gran parte debido a una interpretación rígida que aquí vuelve a hacerse patente. En las entregas anteriores, estaba arropado por compañeros electrizantes como Sigourney Weaver o Zoe Saldaña. Weaver, en particular, firmó una actuación notable en El sentido del agua, asumiendo el reto físico de interpretar a una adolescente con más de setenta años. En Fuego y ceniza, sin embargo, esa sensación de transformación se diluye; su movimiento y su trabajo vocal dejan entrever el cansancio de una intérprete de 76 años. La presencia antes incendiaria de Saldaña también se muestra más apagada. Lang sigue siendo el único actor que mantiene intacta la intensidad y el compromiso de las películas previas, mientras que Chaplin resulta convincente, aunque lastrada por un personaje pobremente escrito.
Los mensajes de protección medioambiental, explotación colonial y resistencia continúan siendo centrales en Fuego y ceniza, esta vez complicados por la introducción de un clan na’vi antagonista. Aun así, sigue siendo difícil no conmoverse cuando la naturaleza se rebela contra la codicia humana, incluso si estos enfrentamientos se alargan más de lo narrativamente necesario. El equipo de efectos visuales vuelve a ofrecer un trabajo asombroso, especialmente en el apartado acuático, que sigue pareciendo años por delante de cualquier otra superproducción contemporánea.
En última instancia, Avatar: Fuego y ceniza confirma la sensación de rendimientos decrecientes en una franquicia que, sin ser nunca audaz en lo narrativo, antes rebosaba energía y asombro. Esa capacidad de maravillar empieza ahora a desvanecerse. Aunque la película conserva la escala y la ambición visual asociadas al nombre de Cameron, resulta difícil no pensar que, casi veinte años después de iniciar esta apuesta tecnológica, el director canadiense de 71 años se esté preguntando si estas Avatar no acabarán siendo las últimas películas que haga.
6.0/10








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