The Mastermind
- Young Critic

- hace 21 horas
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La nueva película de Kelly Reichardt desmitifica el cine de atracos

En una época en la que las películas son cada vez más ruidosas y estridentes, tratando de captar nuestra atención cada vez más fugaz, resulta a la vez refrescante y desconcertante encontrarse con obras silenciosas y pausadas. Este ha sido el estilo de Kelly Reichardt desde su debut con River of Grass (1994). Desde entonces ha utilizado su enfoque meditativo y sin prisas para desmitificar géneros y tópicos en Meek’s Cutoff (2010), Certain Women (2016) y First Cow (2019). Su nuevo objetivo es el cine de atracos con The Mastermind (2025).
Ambientada en 1970, The Mastermind sigue a James Blaine Mooney (Josh O’Connor), un arquitecto fracasado y en paro, apático y desmotivado. Su esposa Terri (Alana Haim) trabaja como secretaria y es quien sostiene económicamente a la familia, además de cuidar a sus dos hijos revoltosos, Carl (Sterling Thompson) y Tommy (Jasper Thompson). Un día, James decide robar cuatro cuadros de la galería de arte local a plena luz del día; pero, tras la emoción inicial del atraco, descubre lo difícil que es mantener su acto en secreto.
Reichardt emplea su habitual estilo lento y desprovisto de glamour. En la primera mitad de The Mastermind muestra con detalle cotidiano cómo James prepara el robo. Es una maravillosa forma de pinchar el mito de Ocean’s Eleven (2001) y retratar a los ladrones no como hombres codiciosos, sino como seres desorientados que buscan una identidad. Es el sello de Reichardt: empatía antes que juicio; observar la vida de un personaje en lugar de definirlo. Su ritmo pausado le permite redefinir el género criminal en sus propios términos, aunque al intentar ilustrar la sensación de vacío —ese “¿y ahora qué?” tras el crimen—, la película empieza a poner a prueba la paciencia del espectador.
La clave para entender The Mastermind está en mirarla a través del prisma de la guerra de Vietnam, cuyas protestas aparecen con frecuencia de fondo. La historia funciona como un espejo del entusiasmo con que Estados Unidos entró en la guerra, solo para descubrir después que no tenía un plan de salida y acabar preguntándose por el coste de sus decisiones. Al centrarse en un protagonista sin rumbo, Reichardt subraya también la manera cruel y arbitraria en que se desperdiciaron las vidas de tantos jóvenes.
La directora nos sumerge en la frustración y la impaciencia de James cuando su falta de plan le deja huyendo y vagando en la segunda mitad. Pero este mismo recurso narrativo termina distanciando y agotando al público. La mayoría de las películas de Reichardt carecen de una trama tradicional: siguen a unos personajes en un fragmento de sus vidas, y su fuerza radica en la riqueza interior de esos personajes. Aquí, en cambio, James es un protagonista vacío, un hombre que flota buscando algún atisbo de sentido. Con un personaje tan seco, resulta difícil mantener el interés, y la segunda mitad se vuelve tediosa: eficaz en transmitir el aburrimiento de la vida criminal, sí, pero también repetitiva para el espectador. Así, el desenlace de The Mastermind se siente más como una frase que se apaga que como una verdadera conclusión emocional o temática.
Reichardt incorpora nuevos rostros a su repertorio en The Mastermind. O’Connor está fantástico en el papel principal, aportando parte de su carisma natural, esencial para que el público permanezca con él. El actor británico vive un ascenso meteórico y demuestra una versatilidad que deja con ganas de verlo en más registros. Me ha decepcionado, en cambio, Alana Haim: tan eléctrica en Licorice Pizza (2021), pero relegada a papeles secundarios en sus dos últimas películas —One Battle After Another (2025) y ahora The Mastermind. Es cierto que su prioridad sigue siendo el grupo que forma con sus hermanas, Haim, pero su interpretación apagada en la cinta de Reichardt desaprovecha sus mayores virtudes.
En definitiva, Reichardt entrega otra película silenciosa y contemplativa que desmonta los mitos del “mundo del crimen”. The Mastermind muestra su habitual atención al detalle, a la luz, al sonido y a las interpretaciones contenidas. Sin embargo, la segunda mitad, al intentar hacernos sentir la misma inquietud y desorientación que el protagonista, se excede: pone demasiado a prueba nuestra paciencia y deja a más de un espectador mirando el reloj, cuando la reflexión se convierte en monotonía narrativa.
6.8/10








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